Vladivostok | Владивосток
Llegué a Vladivostok con una tristeza que pensé que arrastraría por días pero no fue así. La ciudad me acurrucó con su cielo gris, con lluviecitas y neblina, me distrajo con su rareza, con su sobriedad, con los rostros de la gente, facciones con las que no estaba familiarizada. Me distrajo el alfabeto ruso que hice el intento de aprender un par de días antes, con lo poco que avancé bastó para ponerme a jugar leyendo palabras en la calle hasta encontrar alguna que conociera y así descifré el letrero de la óptica de la esquina que parecía un restaurantes, el de los cafés, el sitio de alquiler de carros y los uniformes que decían Policía.
Nunca había mirado el mapa apuntando más allá del norte de Corea, siempre miraba a la Asia de los lados o del sur pero nunca a la de arriba. La idea de visitar esa Rusia remota llegó por la necesidad de salir de Corea antes de que expirara mi tiempo permitido, así que abrí google maps, investigué y encontré esta ciudad puerto de un país que siempre me intimidó, del que nunca he tenido una idea concreta y del que solo tenía una sensación sombría nacida de las películas (particularmente de las de Tarkovsky) y de algunos libros.
La ciudad se me hizo fascinante de una nueva forma, no la encontré particularmente bella, única o animada, pero qué interesante puede ser un lugar con veranos de frío y lluvia ¿cómo será su invierno?, rápidamente concluí que sus habitantes son fuertes, ¡son sobrevivientes!, y ¿cómo se las apañan para pasar meses con poco sol?, ¡y el viento que hace! y ¿la gente no sonríe?, ¿confío entonces en que son felices a su manera? seguro celebran de formas extravagantes aunque el trato de los locales lo sentí tan distante que creo que siempre recordaré a las tres personas que me sonrieron mientras interactuábamos; bueno, siendo sincera, solo recuerdo muy bien al guapo barista de ojos oscuros y pelo canoso del café de la esquina frente a la plaza principal.
En el viaje decidí tener diferentes experiencias durante mi semana allí así que cada dos días cambié de hospedaje. Al llegar estuve en un hotel cápsula. Mi capsulita de fibra de vidrio con luz azul no estuvo nada mal, igual no se puede exigir mucho si sabes que tu habitación es del tamaño de tu cuerpo. Siguiente locación fue un airbnb con una fachada y escaleras de película de terror, caídas, oscuras y húmedas pero con interior limpio e iluminado. Al segundo día de estar ahí decidí mudarme a un hotel al que llegué después de las 3 de la tarde, la mujer en el lobby me recibió como quien recibe a alguien que solo merece desprecio, fue el recibimiento menos hospitalario que he vivido; luego de esas dosis de amor subí por el ascensor al piso 5, mi habitación olía a cigarrillo, todo en su interior era viejo y los colores, beige y café no alcanzaban a disimular el desgaste de las telas de la cama y las cortinas. Dos horribles noches en el hotel para completar un rico catálogo de malas decisiones de hospedaje, pero según mi sondeo previo, sospecho que opciones muchísimo mejores tampoco serían fáciles de encontrar.
Volviendo al inicio, llegué triste si, pero experimentar una ciudad así fue también una cachetada en la cara, Vladivostok me hizo reflexionar, me sentí agradecida de nacer en el trópico, de crecer entre caos y gente que celebraba en el barrio, si, es cierto, crecimos en medio de terrible violencia pero mientras estaba allí mi cerebro solo filtró los recuerdos cálidos…calidez, calor, color, nunca pensé en eso, siempre fue lo natural hasta que lo pude comparar de forma contundente. El punto esencial de mi reflexión es que sentí que si me dejaba arrastrar por un estado de animo penoso, ahí, ¡ahí no iba a sobrevivir! pero es que deprimirse en un lugar así y salir rápida y gloriosamente no era una opción en ese momento, sin sol, sin amigos, sin siquiera sonrisas de desconocidos, sin ropa que al menos me abrigara lo suficiente, ¡de qué me iba a sostener para no caer! así que mejor me quedé con un sentimiento de tranquilidad y aproveché la curiosidad y esa extraña fascinación; que mala empresa, que errónea inversión sería sentirme gris en medio de tanto gris. Sin duda, si me quedaba un día más en Vladivostok me verían en la estación del tren, vestida con un pesado abrigo negro, escribiendo con un lápiz de punta sacada a cuchillo un poema de lo más oscuro y melancólico.
Aún transito a veces las calles de Vladivostok en mi cabeza, no por que la extrañe sino por que de alguna forma quedó como una marca. Vladivostok fue más una sensación que un lugar, fue contraste y una singular cadena de pensamientos y distracción.